miércoles, 16 de noviembre de 2011

Yo y el mundo

A veces pienso que la vida es como los hilos y madejas de lana que Doña Paquita vendía en su mercería. Doña Paquita tenía aquella pequeña tiendita en el barrio con aquella pared llena de cajones estrechos de pomo blanco que contenía cientos de bobinas de hilo de coser en mil tonalidades; el cajón de los verdes, de los azules, de los violetas, y al abrirse un arco iris de hilos se abría ante mis ojos. Y luego estaban los botones, recuerdo ir con un botón de nácar rosado y cuatro agujeros en el puño de mi mano y dejarlo encima del mostrador de cristal transparente de la tienda de los hilos. “Quiero uno como este”, decía con mi pequeña voz a Doña Paquita mientras cruzaba los dedos con la mano que escondía tras la espalda para que lo encontrara igual, como si de un milagro se tratase. Doña Paquita se ponía las gafas que siempre llevaba colgadas al cuello y empezaba a tirar de los pomos blancos y abrir cajoncitos de madera que contenían cientos de botones cosidos a telas, sin perder de vista el botón de muestra, hasta que de uno de ellos sacaba uno casi igual, quizá un pelín más grande y en vez de cuatro agujeros con solo dos . Dos pesetas, me decía. Su trabajo de investigación y el milagro de que en aquella tienda tan pequeña estuviera el botón más parecido al de mi chaqueta de los domingos solo valía dos pesetas!. Otras veces acudía a Doña Paquita para llevar a coger los puntos de las medias de mi madre; eran medias color carne que habían sufrido o bien los achaques del tiempo o un enganchón desafortunado con el carro de la compra, con la aguja de ganchillo o con la uña que se la había roto fregando los cacharros. La carrera era evidente y había que cogerla antes de que se hiciera más ancha y más larga. Doña Paquita metía la media en una bolsa de plástico transparente con un papelito en el que ponía el nombre de mi madre y una fecha, hacía otro igual y me lo daba a mí. Para el martes, decía. El martes acudía con mi papelito de hoja arrancada de cuaderno y ella buscaba la bolsita con la media de mi madre en un saco enorme llenito de medias que ya no estaban rotas; revolvía pacientemente mirando las decenas de bolsitas leyendo los nombres, hasta que encontraba la mía. Yo me entretenía mirando los mil ovillos de lana de colores fantaseando con el color de mi próximo jersey. Aquellas medias parecían nuevas después de pasar por las manos de Doña Paquita y su paciente coser.


Un día llegaba la mañana en la que iba con mi madre a elegir la lana con la que me tejería un nuevo jersey para el invierno; miraba los ovillos y extendía mi mano para señalar aquella que tanto me gustaba. ¿Al peso o en ovillo? Decía Paquita. Al peso. Contestaba mi madre. Con dos madejas será suficiente. Al llegar a casa me ponía a devanar aquellas madejas para hacerlas ovillos. Buscaba una punta, me colocaba la madeja entre los brazos y durante una hora me convertía en bastidor hasta que se convertían en ovillo bien gordo y prieto. Ella sentada en la banqueta de madera junto a la estufa de hierro y yo con mis brazos en forma de ele sujetando la lana y observando como movía las manos haciendo que aquella bola creciera bien rápido, y mientras unidas y separadas por un hilo de color es uno de los recuerdos de otoño más acogedores que tengo.



La vida va pasando, intento contar y desentrañar los recuerdos, las cosas que han ido pasando, el porqué sucedió o porqué no sucedió aquello, en lo que fue equivocado o acertado, y me viene a la cabeza aquella tienda. La vida es un carnaval de tejidos, hilos, botones que nunca son iguales, bobinas de hilos de colores, lanas de color rojo, medias rotas, nombres en papelitos con fechas. La memoria es aquella pared llena de cajoncitos de madera estrechos con pomo de cerámica blanca, basta con tirar de él y una parcela de la vida se abre en distintas tonalidades, el cajón del gris, del verde, del rosa; todo está ahí, distintos colores y diferentes gruesos de hilo; los más finos y frágiles y los más duros y resistentes, con todos hemos cosido nuestras cosas. A los fracasos no hace falta más que cogerle los puntos; unas buenas manos y paciencia hará que ésa carrera sea remendada y luzca como el primer día; de ella queda un papelito con un nombre y una espera. Los proyectos lucen como aquellos ovillos de lanas sabiendo que un día se convertirán en jersey.


Hay veces que solo somos madeja de lana al peso, sin devanar, posiblemente con más de un nudo escondido dentro. Ésa madeja solo necesita unos brazos para sujetarla y una mano que busque la punta y comience a tirar hasta convertirla en ovillo.


Alguien tira del hilo de mi vida convertido en madeja y estoy unida a esas manos de forma irremediable.


El título de este cuento es este gracias a mis compañeras y al gran trabajo que hacen.

2 comentarios:

  1. A parte de la reflexión filosófica, me quedaría con la metáfora de la vida, los cajones, lo ovillos, lo colores...
    A través de la primera parte de la narración, la vista, que en realidad recorría cada renglón, estaba puesta en los cajones y sus pomos, en las madejas enmarañadas, en los vistosos colores... En definitiva, mis ojos son los ojos brillantes e inocentes de la niña que me he sentido.
    Resulta interesante el uso de los diminutivos que encaja a placer con esta visión de indiscreción de esta dulce enana.
    Enhorabuena...

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  2. No he visto tantas madejas, creo... Ni tantos colores, creo... Y es que nadie cosió un suéter, o algo que ponerme, todo fue comprado de una tienda. Quizá me haga falta que me cosan todo lo que me falta.

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