domingo, 21 de marzo de 2010

Lo que contaba mi padre



Contaba mi padre que cuando era chico el hambre era mucho peor que la guerra, que los bombardeos duraban poco y contar los tiros de gracia de los fusilamientos eran un entretenimiento macabro de medianoche, pero el hambre, el hambre duraba mucho.

Contaba mi padre que siendo chico y cuando el hambre estaba siempre, había una bombonería en una de las calles que recorría para ir a la escuela; no todos los días, claro, sólo los días que iba a la escuela. Eso ocurría cuando otro niño no ocupaba su pupitre por estar enfermo, quién sabe si enfermo de hambre o enfermo de gripe, porque abrigos había pocos, tan pocos como panes. Ésos días en los que mi padre aprendía las letras y los números a días sueltos, contaba que al llegar a la bombonería muchos días pegaba su pequeña nariz al cristal del escaparate y veía aquellos chocolates negritos y redonditos al otro lado del cristal, y veía también a aquella chica que vendía bombones con aquel delantal blanco blanquito; contaba que dentro estaba tan limpio y aquella chica tan blanquita que los chocolates parecían mucho más ricos. Mi padre no sabía como sabia el chocolate pero sus amigos de la escuela de a ratos hablaban maravillas, todos sus amigos flaquitos habían probado el chocolate y él no, y todos coincidían que era delicioso, además, lo comían los ricos y ya se sabe, lo que comen los ricos... Así que como tenía hambre e imaginaba que aquello debía ser un manjar, pegaba su naricilla al cristal y se limpiaba la saliva con la manga del jersey. El era de los que no tenían abrigo. Ni panes.

Contaba mi padre que un día, al llegar a casa vio el chaleco de su padre, es decir, mi abuelo, colgado en el respaldo de la silla; él venía pensando en chocolates y sin saber como, sin pensarlo siquiera, metió sus deditos en el pequeño bolsillo del chaleco y encontró una perra gorda; debía de haber pensado con la cabeza pero pensó con las tripas y se guardó la perra gorda en el bolsillo del pantalón. Aquel día no sólo pensó con las tripas, también corrió con las tripas y con pensamiento de chocolate llegó hasta la bombonería, puso su perra gorda encima del mostrador de cristal limpio y transparente y la dijo a la chica del delantal blanco: “quiero una onza de chocolate negro”. Él no sabía o no cayó en cuenta de que con una perra gorda quizá se hubiera podido comprar en el estraperlo algunas pocas de lentejas o alguna otra legumbre con la que su madre, es decir, mi abuela, que no paraba de trabajar para conseguir alguna perra gorda, hubiera podido hacer un guiso. Él no quería saber, pero sí sabía, porque guardó el chocolate en el bolsillo hasta llegar a casa y allí poder hacer cómplice a su hermano.

- Me he encontrado en el bolsillo del chaleco de padre una perra gorda y me he comprado un chocolate ¿quieres la mitad?.

Su hermano era cuatro años mayor que él y este había aprendido ya a pensar más con la cabeza más que con las tripas así que le dijo que no quería. Se lo comió y le supo a gloria pero aquella negativa de su hermano le estaba anunciado que lo iba a pagar caro. Efectivamente llegó mi abuelo, es decir, su padre, y preguntó quién había cogido una moneda de su chaleco. Mi padre calló y pensó que su hermano también callaría,  pero su hermano, sin que su padre tuviera que preguntar dos veces habló sin temblar.

- Ha sido Marcelino.

Contaba mi padre que la paliza que le dio su padre era mejor no contarla, que para qué, que hay cosas que suceden en la vida que es mejor no acordarse. Con el tiempo supo perdonar a su hermano porque según fue aprendiendo a pensar con la cabeza y no con las tripas, dedujo que en aquel momento su hermano no podía permitirse pensar con el corazón porque aquella paliza que él sufrió la hubieran sufrido los dos y los dos hubieran tenido que contar esta historia; uno habiendo probado el chocolate y el otro no.

Contaba mi padre que nunca el dulce le hizo mucha gracia y que el chocolate, a veces, es bien amargo.

                                       
 Gracias por contarme esta historia papá.







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